
Me siento como ese meme que dice “habrá señales”, y sí, las está habiendo: creo que estoy echando raíces. He comenzando a comprar libros físicos y pequeños adornos o accesorios para la casa, parece que estoy dejando de vivir en un par de maletas de 23 kilos. Estos últimos cuatro años los he pasado en una suerte de incertidumbre constante, ya que siempre existía la posibilidad de irme fuera de Chile.
Es cierto que por mi historia personal también hay una parte de mí que se acostumbró a cambiar de país, de casa y de vida cada dos años. Entonces, me siento raro cuando pasan dos años y sigo en el mismo lugar.
Es difícil explicar esa contradicción de sentirme parte de este lugar y la vez ser un extranjero en mi propia tierra. Me pasa algo parecido con la comunidad LGBTIQ+, es decir, con mis experiencias dentro de la comunidad, donde me siento perteneciente y a la vez no. Siento que a veces se fuerzan las relaciones sólo por compartir el hecho de ser personas de la diversidad sexual pero no hay otra cosa en común donde construir algo.
Volviendo a las raíces, por mucho tiempo no imaginaba mi vida acá en Chile, así como años atrás no imaginaba mi vida como una mujer. Nunca pensé en casarme ni tener hijos porque no miraba tan allá. El día a día era lo suficientemente agotador y pesado para pensar en eso.
En los lugares donde imaginé futuros, trabajé por ellos, invertí tiempo, espacio y muchas ganas, finalmente no se armó el plan que yo tenía en mente, ni ninguno parecido. Pero no me arrepiento. No le echo la culpa a Dios, ni a otras personas, ni siquiera a mí mismo. Sé que hice todo lo posible por lograr mis metas y sueños en esos lugares pero el camino no iba por ahí. Hay cosas que no tienen sentido y yo he decidido no buscárselos más.
Mirar atrás a veces se siente como haber vivido múltiples vidas y esta versión actual me gusta muchísimo. No es perfecta, yo tampoco lo soy. Sigo tomando mucha coca-cola sin azúcar (en realidad prefiero la Pepsi), comprando ropa y cosas que no necesito, no tengo ahorros (o cuando logro tenerlos desaparecen rápidamente), ni auto o casa propia. En el papel podría considerarse que he fallado. No tengo pareja o hijos. Ni siquiera un perro que me ladre, como dicen por ahí.
Pero estoy vivo, ósea disfruto mi vida con sus altos y bajos. Hago lo mejor que puedo con lo que tengo, con el aquí y el ahora. Ayudo a otros y me ayudo a mí mismo también. En realidad, me ayudo a mí mismo primero y luego a otros. Y eso puede parecer como que es lo mismo pero no lo es. Ese sutil cambio de orden hace una gran diferencia.
La sociedad y mi entorno me enseñaron que como niña debía sonreír, ser callada, educada y no molestar. Y eso se tradujo en años de no opinar, de no querer molestar a otros, de no atreverme a decir lo que realmente quería decir, en el fondo, eso significó vivir con miedo.
Y ahora, a mis 38 años, y luego de lo que siento como múltiples vidas (no porque yo crea que he sido múltiples personas, no nos confundamos), puedo decir que no vivo con miedo. Al menos no con ese miedo.